Condenado a treinta y cinco años de cárcel por filtrar a Wikileaks documentos secretos (entre ellos, el vídeo donde se ve cómo el Ejército norteamericano asesinaba en Irak a un grupo de civiles, incluidos dos periodistas de la agencia Reuters), al soldado Bradley Manning no se le ocurrió en ningún caso decir que no sabía lo que hacía. No faltan, por el contrario, quienes buscan hacer de la perplejidad de la época un refugio para su beneficio.
La “posición original”, una propuesta del filósofo John Rawls, no lo pone tan sencillo. ¿Podemos acordar una idea compartida de justicia? ¿Pueden las leyes ayudarnos a mejorar nuestra convivencia? ¿Somos mejores, peores o iguales que las leyes? Las leyes nacen como diálogos. El dictador no las necesita: le basta ordenar. En las fábulas, el león que acepta una constitución lo hace porque los demás animales de la selva le obligan. Por ese engarce se quiebran las leyes. Cuando todos jugamos a ser leones. Una sociedad donde demasiada gente quiera locuras es una sociedad enloquecida. Cuando participamos de las leyes- elaborándolas, votándolas. Discutiéndolas-, estamos dialogando. Cuando las quebramos, monologamos. Cualquier persona sensata que no quiera abolir el tráfico rodado tiene que estar de acuerdo con las ventajas de que existan normas de tráfico asumidas y respetadas por todos los conductores. Esa misma gente sensata, cuando puede, quiebra las normas y las pone al servicio de su interés particular.
¿Es justo que un futbolista de éxito gane más que el resto de miembros de su equipo? ¿Es justo que un futbolista gane más que una maestra o que alguien que investiga el cáncer? ¿Es justa una sociedad donde los estímulos generan desigualdades?
Imaginemos una situación donde no supiéramos cuál será nuestra identidad, nuestra riqueza, nuestras cualidades personales, nuestros intereses como grupo, es decir, una situación donde “un velo de ignorancia” nos impidiera saber nuestra suerte futura. ¿No escogeríamos acaso como justo un mundo en donde ninguna de esas características fuera relevante para el desempeño de la vida? Si no supiéramos si vamos a caer en la casilla de la riqueza o de la pobreza, ¿no entenderíamos como justa una sociedad donde nacer entre algodones o en el suelo no actuara como mérito ni demérito? Si no supiéramos del color de nuestra piel o la condición de nuestro sexo, ¿no entenderíamos que no debieran ser raza ni género elementos de ventaja o desventaja? Si escogiéramos bajo el velo de la ignorancia los principios rectores de nuestra sociedad, parece sensato entender que rechazaríamos cualquier privilegio y nos guiaríamos por la equidad, pues nadie quiere un perjuicio para sí mismo. Llegaríamos así a un lugar aproximado de loque debe ser la justicia y, de ahí, a las instituciones que debiéramos crear acordes con esa idea de justicia.
Hay detrás dos principios de justicia, dice Rawls. Que están, al menos como promesa, presentes en nuestras sociedades: primero, cada persona tiene derecho a un conjunto de libertades básicas compatible con unas libertades similares para todos. En segundo lugar, si existen desigualdades deben satisfacer dos condiciones: que esa desigualdad esté al alcance de cualquiera (cualquiera debe poder entrar de botones en la compañía y salir de director general de la Misma), y que las desigualdades beneficien de alguna manera a los miembros menos aventajados de la sociedad (está bien pagar un salario más alto a los directivos si de esa manera la empresa prospera).
¿Es justo ofrecer incentivos económicos para que la gente sea más diligente y productiva? ¿No genera esa desigualdad desconfianza en la vida social? No hay problema, nos diría Rawls, - y asentirían la directora o el director del Fondo Monetario Internacional-, porque el resultado final beneficia al conjunto de la sociedad. la gente decente, sin embargo, se rasca la cabeza. Parece evidente que en este caso desaparece la voluntad espontánea de hacer bien las cosas, aunque esa voluntad también beneficia a la sociedad en su conjunto. ¿Estamos aceptando sobornos para hacer lo que debemos? ¿Sin recompensa no hay comportamiento decente?
Trasladémoslo a la educación de los más jóvenes. ¿Entregándoles incentivos o enseñándoles lo que es justo? Si debemos esperar que un niño o un adolescente haga lo que está bien porque van a recibir un premio o un castigo, un extra o una sanción, estamos sosteniendo la moral social sobre cimientos poco sólidos. Los de la mercantilización de la vida. Los del necio que, como decía Machado, confundía “valor y precio”. No todos los futbolistas ganan lo mismo en un equipo. Y tampoco se cubre el primer requisito. ¿Es verdad que todos los futbolistas tienen los “bienes primarios” garantizados? No es el caso. Hay muchos equipos, muchas ligas y muchos salarios diferentes. Si así ocurre en el mundo del fútbol, imaginemos en el resto. Parece que el primer elemento de justicia reclamaría una renta básica universal para cualquier miembro de la sociedad.
Las “figuras” gana cifras astronómicas, dicen algunos, porque el club gana con ellos tanto o más de lo que les paga. Una desigualdad, dicen, que beneficia al conjunto. En la economía de mercado, la libertad del jugador mejor pagado es compatible con la libertad de los jugadores peor pagados. ¿Todos los que destacan lo hacen porque son realmente mejores o porque algún tipo de azar les permitió desarrollar esas habilidades? ¿Y fue un azar, una lotería genética familiar o fruto de una situación social sostenida por todos los miembros de la misma? Parece evidente que cuando un país dedica más dinero al deporte, termina ganando más medallas en las competiciones internacionales. No es una cuestión de destello personal: es apoyo social. No hay estrellas, en cualquier caso, que brillen si no hay conjunto. Y eso es válido tanto dentro del propio equipo – el máximo goleador no puede meter los goles solo- como en toda la liga de fútbol- hacen falta más quipos, diferentes ligas, cantera, campos en los barrios.
Todos hacen falta para que exista el fútbol, pero sólo unos pocos tienen la gloria. Ese esquema se traslada a la sociedad. Sólo el éxito tiene reconocimiento. Sólo pertenecer a la casta de los elegidos tiene recompensa. No basta con hacer bien las cosas. Lo relevante no es guiarse por principios esenciales de decencia, entender la importancia de los demás, dar lo mejor de nosotros por respeto al grupo. Lo contario que en nuestro entorno más íntimo. Al final. Ni siquiera lo importante es tu destreza deportiva o artística, sino la riqueza y la fama que acompaña a esa posición. Es conocido el caso de Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo. Hizo el experimento de tocar en un pasillo del metro de Washington con su Stradivarius de 1715 valorado en 3,5 millones de dólares. Recaudó en toda la mañana 37 dólares y 17 centavos. Dos días antes, las entradas en el Boston Symphony Hall se habían pagado a 100 dólares.
¿Por qué lo que es importante en la vida particular no suele formar parte de la defensa de los principios de la vida colectiva? Si sabemos en qué consiste la justicia, ¿por qué nos olvidamos en asuntos tan cotidianos como el fútbol? ¿Por qué lo que vale para ti o los tuyos no vale para esa figura del deporte? ¿Tendrían los futbolistas estrella esos sueldos si la afición entendiera que son intolerables?
Si estás a favor de la igualdad, ¿tiene sentido que seas muy rico? Si estás a favor de la justicia, ¿qué haces apoyando y tolerando un deporte convertido en un amañado espejismo mercantilizado? Quien puede lo más, debiera poder también lo menos.
(Juan Carlos Monedero. Curso urgente de política para gente decente. Editorial Seix Barral. LOS TRES MUNDOS. Ensayo. Barcelona. 2019)